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accediendo hacia el interior del río donde podemos apreciar una cantidad ingente de

desechos de todo tipo que se desplazan rápidamente por su superficie; incluidos los

hinchados cadáveres de las vacas, que por su condición de sagradas son echadas al río

después de su muerte. No tuvimos la oportunidad, y me alegro de ello, de ver como flotan

también libremente en este río sagrado los cuerpos sin vida de niños recién nacidos, de

mujeres embarazadas, de leprosos, o cualquiera que muera como consecuencia de una

mordedura de cobra. Todos ellos están exentos de pasar por el proceso de la incineración

y autorizados a que sean lanzados directamente a las aguas del río, amarrados a un

lastre que los hunda en el fondo, aunque es bastante habitual que salgan a flote y

recorran la orilla con toda naturalidad mientras que los fieles practican la purificación de

sus cuerpos y sus almas.

Nos deslizamos a favor de la corriente acompañados solamente por el leve chapoteo

que origina el contacto de los remos sobre la superficie del agua, cuando ya el sol

comienza a desperezarse en el marco de un horizonte multicolor, obsequiándonos con

sus primeros rayos de vida que dan inicio a un nuevo amanecer. Mientras tanto, como un

singular hormiguero, miles de creyentes se mueven por todas partes, oran o cantan,

entran y salen de las orillas del río sagrado por excelencia, donde unos creyentes intentan

purificar sus culpas y otros, los que ya han finiquitado su paso por la vida, pretenden

beneficiarse de la generosidad de los dioses aligerando su propio ciclo de

reencarnaciones.

Todo este ritual, cotidiano para ellos, convertido para los visitantes como nosotros en un

espectáculo

entre místico e intemporal, me incita a tomar la cámara y plasmar en ella lo

que para mí ya está en los archivos de mi memoria. Justo en ese instante el

guía,

agarrado a los remos que no deja de mover, me dirige una mirada reprobatoria y entonces

recuerdo lo que nos advirtieron ayer, en un castellano de infinitivos, cuando concretamos

este recorrido: «Tú no poder usar cámara de fotos cuando ir en barca. Si alguien ver que

fotografiar, ellos enfadar mucho, quitar cámara y romper en suelo con pie». A pesar de

ello, la ocasión es muy especial y me atrevo a pedirle, con una mirada de súplica, que

haga

la vista gorda,

y mientras él gira la cabeza hacia el otro lado resignado y confiando

conseguir una suculenta propina por su negligente actitud, yo aprovecho para tomar unas

interesantes instantáneas que ocuparán, sin duda, un lugar preponderante en el álbum del

viaje. Envueltos por un continuo murmullo de respetuoso silencio seguimos disfrutando de

la belleza de un inmenso y explosivo mosaico de colores en movimiento que, como una

marabunta humana, cubre las escalinatas de toda la orilla y cuyo origen está en la

diversidad de vivas y vistosas tonalidades en las sedas de sus indumentarias —los Saris

para las mujeres y los Dhotis para los hombres— y en el conjunto de los tornasolados

edificios que, como un gran telón de fondo, enmarcan el maravilloso espectáculo.

Continuamos navegando con calma río abajo, aproximadamente durante una corta hora,

acompañados de unas cuantas embarcaciones con turistas como nosotros y escoltados

por otras que cumplen la función de tiendas flotantes en las cuales te puedes abastecer

de algún que otro recuerdo y, el barquero, con la misma suavidad con la que

comenzamos el viaje, busca la orilla y se arrima a un rústico embarcadero donde

echamos pie a tierra para dar por finalizado el enriquecedor recorrido.

Despedimos a nuestro acompañante y nos dedicamos a consumir las siguientes horas

visitando templos solemnes y vagando por una ciudad repleta de gentes activas que

pululan por sus calles; grupos en procesión camino de un

ghat

que canturrean oraciones