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CATEGORÍA ESPECIAL

Premio Narrativa

Título: Un día en Benarés (Varanasi)

Autor: Juan Tecles Sánchez

Son las seis de la mañana y el despertador biológico —no dispongo, ni falta que me hace,

de un aparato convencional que me diga a la hora que tengo que ponerme en

modo on

me alerta de que ha llegado el momento de interrumpir el descanso y conectarnos con el

mundo de los activos para comenzar una nueva jornada que nos llevará a descubrir, y

seguramente gozar, de una ciudad hasta ahora desconocida para nosotros.

Estamos disfrutando de unos días de holganza —que al final del periplo resultarían ser

mas duros y estresantes que los habituales del trabajo cotidiano— en una ciudad

emblemática, sobre todo para el mundo que abraza la religión hinduista, donde la

tradición dice que el

dios Shiva echó los restos en los momentos de su fundación.

Esa

ciudad no es otra que Benarés —Varanasi, en la lengua hindi—, donde se rezuma

espiritualidad por doquier, repleta de innumerables templos centenarios y poblada por una

gran diversidad de gentes variopintas, tanto por sus vestimentas como por su aspecto

físico, que le otorgan unas características propias e incomparables a cualquier otro lugar

de los que ya hemos visitado y conocido hasta ahora en nuestro viaje.

El

Sanctasanctórum

, el epicentro donde se manifiesta en todo su esplendor esa

multiplicidad de peculiaridades, de rasgos distintivos que la hacen única, se localiza en las

orillas del río sagrado que le da la vida: el Ganges, jalonado en su ribera por un centenar

de

ghats

cuyas

escalinatas dan acceso a las zonas dedicadas a las abluciones, en las

que los fieles persiguen purificar sus pecados, y a las plataformas crematorias, donde los

vivos incineran a los traspasados en una representación fantasmagórica del último acto

del teatro de sus vidas terrenales.

De un salto abandono el lecho que me ha permitido un descanso merecido después del

ajetreado día de ayer y una vez acicalado convenientemente, junto a mi buen compañero

de viajes y mi inseparable mochila, nos dirigimos al lugar en el que previamente habíamos

concertado con un

guía

local. Caminamos por la todavía despejada ciudad, bajo una

luminosidad incipiente, hasta llegar al lugar acordado y allí estaba esperándonos

haciendo gala de una puntualidad exquisita —supongo que fruto de secuelas

reminiscentes del colonialismo británico—, sentado sobre la borda de una pequeña

embarcación de madera sin ningún motor que pudiera perturbar la paz que se respira a la

orilla de un río calmado donde sus aguas parecen sufrir un alto grado de contaminación

pero que, sin embargo, a los propios usuarios les parece, además de sagrado, puro.

Cuando me acerco a la silueta recortada que se atisba en la penumbra del amanecer

descubro a una persona distinta a la que habíamos contratado el paseo el día anterior. Es

un muchacho joven, de color aceitunado, escaso en estatura, delgado pero fibroso, con el

pelo negro azabache, lacio y brillante, acabado en un flequillo sobre la frente; cejijunto y

de ojos más oscuros, si cabe, que su cabello. Su penetrante mirada, precursora de un

gesto de su mano, nos invita a subir sobre lo que según mi criterio aparenta ser un

inseguro bote. Sin mediar más palabras que las justas de los saludos de cortesía, nos

encaramamos sobre la inestable pieza de museo, que a pesar de ello, flota, y a fuerza de

remadas tranquilas, pausadas, pero rítmicas y constantes, el barbilampiño barquero va